La memoria en la primera infancia

La capacidad para almacenar información en nuestro cerebro (memorizar) y recuperarla en un futuro (recordar) depende de muchos factores como: el lenguaje, los conocimientos, la experiencia o la maduración cerebral.
Todo ello hace que con la edad vaya mejorando la capacidad memorística. Sin embargo, las investigaciones demuestran que la memoria de los más peques tampoco es tan mala como se creía.

Memoria no es igual a recuerdo

No recordar algo no implica que no haya quedado almacenado en nuestro cerebro. Una de las características principales de la memoria de los bebés y los niños pequeños es que es involuntaria; se produce como un proceso automático que permite reconocer objetos, situaciones, sonidos, etc. pero de forma inconsciente.

La memoria juega un papel determinante en el aprendizaje, y nadie duda de la enorme capacidad de aprender que poseen los niños, luego es evidente que su memoria no es tan frágil como parece. 

A lo largo del día los peques manifiestan constantemente su capacidad de memoria. Luis juega a golpear un juguete contra el radiador. Un grupo de niños entre los que está Inés de 12 meses le observan muy interesados. Al rato el grupo se dispersa y el juego es sustituido por otras diversiones. Dos horas más tarde Inés tropieza con el mismo juguete con el que Luis jugaba, lo contempla y sin pensárselo dos veces se acerca al radiador y comienza golpearlo.

Episodios como este se producen continuamente, de hecho una de las principales formas de aprendizaje es la imitación y cuando esta no se produce en el mismo momento, sino a posteriori, lógicamente implica una memorización.
Es muy probable que si Inés hubiese tropezado con el juguete al día siguiente, en lugar de dos horas depués, no habría recordado el juego. Pero aunque la duración de los recuerdos de los bebés suele ser corta, también hay casos en los que no se produce el olvido. En esos casos lo llamamos aprendizaje, no memoria, pero debemos tener en cuenta que el primero no podría darse sin la segunda.

Un ejemplo indiscutible de la capacidad de memoria de los bebés es que desde el día que nacen son capaces de reconocer la voz de la madre gracias a que podían escucharla cuando aún estaban dentro de su tripa. Y en solo un día aprenden a reconocer el olor de mamá.

Cuándo somos capaces de acceder a nuestra memoria de forma consciente, es decir, recordar voluntariamente, es algo que no se conoce exactamente. Pero se sabe que el lenguaje tiene una fuerte influencia.

La influencia del lenguaje

Existen tres momentos en los que se aprecia un incremento considerable de la capacidad de memoria. Los dos primeros se deben a la maduración cerebral y coinciden aproximadamente con los 8 y los 18 meses de edad. El tercer momento se debe a la adquisición del lenguaje.

La memoria de los bebés está basada en sensaciones (imagenes, olores, sonidos) y en movimientos motores. Este tipo de información es muy complejo de organizar y almacenar y por tanto su recuperación consciente es muy difícil. Pero con la aparición del lenguaje, las sensaciones pueden ser reemplazadas por conceptos. El lenguaje permite a los niños almacenar información verbal, que es mucho más fácil de organizar y facilita el recuerdo consciente. Por otro lado, las sensaciones no dejan de existir con lo que ambos componentes se asocian para mejorar la memorización.

Cuando Ramón ve una vela encendida ya no necesita que le venga a la cabeza la sensación de calor y dolor que tuvo cuando era peque, le basta con recordar la palabra "quema" para saber que no debe tocarla.

Gracias a la creciente capacidad de expresarse verbalmente a partir de los cuatro años se empieza a apreciar una mejora sustancial de la memoria.

 La importancia de la experiencia

 

También la experiencia facilita la memoria y dado que los adultos tenemos, en casi todo, más  experiencia, es normal que tengamos mejor memoria. Lo que sabemos de antemano nos ayuda a aprender cosas nuevas. Toda la información nueva que nos llega la organizamos en nuestro cerebro en esquemas y conjuntos elaborados en base a nuestros conocimientos.

La importancia de los conocimientos previos es uno de los puntos más estudiados para demostrar que la memoria de los niños es mejor de lo que se pensaba. Dos estudios ya clásicos ilustran de forma muy sencilla este punto:

Lindberg (1980) demostró que niños pequeños eran capaces de recordar más items que estudiantes universitarios en una prueba de memoria, cuando esos items se correspondían con cosas cercanas a la experiencia de los niños, por ejemplo nombres de personajes de dibujos animados.

En otro estudio Chi comprobó que la habilidad para recordar posiciones de ajedrez era mayor en los buenos jugadores que en los jugadores noveles. Lógico. Pero en este caso, los jugadores experimentados eran niños mientras que los noveles eran adultos.

Acontecimientos relevantes

 

La capacidad para recordar está muy sujeta a la motivación y a la situación en la que se produjo la entrada de datos en la memoria. Las emociones que los acontecimientos provocan pueden ser determinantes a la hora de que se produzca o no el almacenamiento en la memoria a largo plazo. 

Los niños son capaces de recordar mucho mejor cuando están motivados. Así, por ejemplo, es mucho más sencillo que un niño memorice una lista de alimentos si le decimos que vamos a jugar a las compras que si simplemente le pedimos que la recuerde y se la leemos sin más.

Recuerdos de la infancia

Que no seamos capaces de recordar nada de cuando teníamos dos años no significa que esa etapa de nuestra vida se haya borrado totalmente de nuestra memoria, su influencia puede estar presente en nuestro modo de ser y sentir.

Generalmente lo que creemos recordar de nuestra infancia no son recuerdos de la experiencia real, sino de lo que hemos oído contar y lo que hemos visto en fotos y películas familiares.

El primer recuerdo de una persona suele ser casi siempre una imagen, entorno a su tercer o cuarto año de vida, y siempre está asociada a una experiencia que en su día fue placentera o desagradable, nunca neutral.

Esther García Schmah
Psicóloga y pedagoga

Nota! Este artículo es un extracto de otro publicado en La Guía del Niño bajo mi pseudónimo Ísar Monzón
 

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