Gracias mamá por el tomate frito

El amor en las pequeñas cosas. De eso quiere tratar esta entrada.
Hoy he vuelto a recordar momentos de mi niñez y me percato otra vez de qué importante es el apoyo de la familia. Siempre lo he sabido, pero no viene mal recordarlo de vez en cuando y agradecerlo.

Mis padres me dicen a menudo que admiran mi fortaleza en la vida; yo pienso en mis primeros años de vida y veo que los que realmente tuvieron que ser fuertes fueron ellos. Yo sufrí los pinchazos, la separación en las noches de hospital o el malestar, pero lo viví todo desde la ingenuidad de la mente infantil. Para mí no existía la vida o la muerte, no había preguntas sobre cómo sería mi futuro,... Ahora que soy madre sé que no hay dolor más grande que el dolor de un hijo y me imagino como debió ser para ellos enfrentarse a mi ingreso, a la falta de diagnóstico, a los tratamientos sin resultado, al anuncio de los médicos de que ya no había nada que hacer por mí. Yo sí admiro la fortaleza de mis padres, que cuando los médicos se rindieron ellos no lo hicieron y buscaron otros médicos que tampoco se rindieran. Pero no es de eso de lo que quería hablar ahora. Como dije, de lo que quería hablar es del amor en las pequeñas cosas.

Y es que el amor de los padres se ve con frecuencia reflejado en los acontecimientos más sencillos del día a día y,  a menudo, no somos capaces de apreciarlo hasta que nos hacemos adultos.

Cuando mi enfermedad por fin estuvo diagnosticada y controlada, me pusieron, como a todo enfermo renal, una dieta sin sal. La mayoría de la gente cree que eso significa simplemente no ponerle sal a las comidas, pero es algo un poquito más complejo. Prácticamente todos los alimentos procesados llevan sal: los embutidos, los quesos, las conservas... y, por supuesto, el tomate frito.

De pequeña para mi ir a comer a un restaurante significaba dos cosas: filete a la plancha o tortilla a la francesa. Cualquier cosa que se saliese de esa tónica era un acontecimiento y quizás por eso guardo en mi memoria dos recuerdos muy vívidos relacionados con el tema. Como en los chistes, tendría que preguntaros por cuál empiezo, pues uno de ellos es malo y el otro bueno.

Empezaré por el día que inauguraron un restaurante italiano en el barrio donde vivía. Fuimos allí a cenar y mi padre le explicó al camarero detenidamente lo que yo no podía comer y le pidió si podían hacerme algo especial. ¡Claro, ningún problema. Le vamos a preparar unos suculentos espaguetis al burro a la signorina! Ya sé, por el nombre no suena muy bien, pero yo estaba absolutamente emocionada, iban a prepararme un plato para mí, algo realmente italiano y no el filete o tortilla de siempre.  ¡La cara que se me debió poner cuando llegó el camarero con un plato de espaguetis blancos, tal cual, con un trozo de mantequilla encima! Qué bien nos habría venido entonces hablar un poco de italiano para haber sabido que "burro" significa "mantequilla" Este, por supuesto, era el recuerdo malo.

El otro es del día que mi padre me llevó a un bar a comer alitas de pollo fritas con limón. Todo empezó por casualidad, él pasó por allí por algún tema de trabajo y al probarlas pensó inmediatamente en que me gustarían y preguntó si podrían freír unas sin añadirles la sal. Esa misma tarde me llevó allí a cenar. Te lo juro papá, todavía saboreo aquellas alitas chorreando limón cuando pienso en ellas

Sin embargo, comer en casa era bien distinto. En casa nunca tuve la sensación de que mi comida fuera muy diferente de la del resto de la familia. Mis padres se encargaron de ello. Pedían al carnicero que una vez al mes elaborase una ristra de salchichas sin sal, en la panadería que hiciesen un pan sin sal y de vez en cuando unos amigos agricultores me preparaban un queso fresco sin sal. 
Y mi madre guisaba ese maravilloso tomate frito que me permitía disfrutar de los huevos fritos con patatas, el arroz a la cubana o los macarrones.

Por eso hoy quiero decirles a mis padres, gracias por todas las pequeñas cosas.

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